El deporte mueve masas. El fútbol, en concreto, centra la atención de millones de personas casi cada día y son muchos los que tratan de aprovecharlo, cada cual a su manera.
Hay quien paga por poner publicidad en el estadio o en la retransmisión televisiva de turno, quien reparte panfletos en los alrededores del campo e incluso quien se desnuda y salta al césped con el mensaje que quieren transmitir. La última moda es aprovechar los eventos deportivos (cuanto más multitudinarios mejor) para manifestar y defender ideas políticas.
El domingo se disputa la final de la Copa del Rey (ya empezamos mal con el nombre) y la previa está empañada por la prohibición de la Delegación del Gobierno de entrar al campo con “Esteladas”, banderas republicanas e independentistas catalanas. Esto es solo un paso más dentro de lo absurdo de utilizar el deporte como reclamo. Los episodios son muchos y demasiado evidentes como para pasar desapercibidos.
Pero los hay más sutiles, tal vez por el hecho de estar instaurados desde hace mucho tiempo. El deporte debe ser deporte. Me sobran las Esteladas, pero también me sobran las banderas de España. Me sobra la pitada al himno, pero también me sobra el himno. Me sobran los trajes del palco y los políticos que acuden para hacerse la foto. Me sobra, desde luego, que el título se juegue en honor al primero de los españoles, al que no llega con manutener sino que hay que brindarle un torneo. En definitiva, me sobra todo lo que pase fuera del césped. Si los focos apuntaran al verde, mejor nos iría.
De paso, aprovecho: Odio el fútbol moderno.